viernes, 6 de marzo de 2009

La otra educación

Leido en clase

Por Guillermo Jaim Etcheverry

Resulta indiscutible la importante contribución que realizan los medios de comunicación de masas al desarrollo de la sociedad contemporánea. Han ampliado a escala global el panorama vital de muchas personas permitiéndoles acceder a realidades que trascienden las de sus propias y limitadas vidas. Sin embargo, para alcanzar ese objetivo, estas poderosas herramientas se utilizan con frecuencia sin prestar ninguna atención a la influencia que ejerce el modo en que abordan a la audiencia. Si bien nadie duda del poder que tienen estos medios para determinar la conducta del consumidor –no es poco lo que se paga por capturar escasos segundos de su atención hacia algún producto–, no siempre se advierte que el resto de las emisiones, los períodos “no comerciales”, ejercen una influencia similar en las demás esferas de la vida personal.

¿Qué nos hace pensar que los medios son efectivos para modificar los hábitos de consumo de alguien, pero que no influyen en su manera de hablar o de comportarse? Sería a estas alturas ingenuo sostener que se puede inducir a la gente a comprar un jabón, pero que a las mismas personas no les afecta escuchar y ver maltratarse a los individuos que ocupan su atención cotidiana, a veces paradigmas de una vulgaridad alarmante. Incluso quienes poseen una buena formación intelectual adoptan en los medios una actitud chabacana, grosera y agresiva, creyendo acercarse así a la gente. Resulta importante tomar conciencia del hecho de que este trato, muchas veces violento, falto de todo respeto, cuando no denigrante, que se dispensan entre sí quienes ingresan en nuestros hogares por medio de la radio o la televisión, constituye una poderosa escuela en la que se forman niños y jóvenes, y en la que también se van deformando muchos adultos. El insulto explícito, convertido ya en habitual, contribuye a sembrar las semillas de la violencia que preocupa crecientemente en la vida social.

A menudo se ha hecho notar la pérdida de distinción entre la lengua pública y la lengua privada, que caracteriza a nuestra época. Los límites entre ellas son cada vez más difusos y es frecuente asistir en los medios a un intercambio de insultos y descalificaciones desconocido en algunos hogares. Estamos construyendo un formidable aparato educativo que moldea a los nuevos ciudadanos sobre la base de lo único que realmente educa: los ejemplos. En su mayor parte, éstos no sólo no estimulan a las personas a elevarse, sino que, si aspiraran a hacerlo, el propósito quedaría disuadido a partir de la escenificación de una ignorancia orgullosa y militante. Todo sucede a los gritos y con balbuceos primitivos que contribuyen a crear una atmósfera marginal, casi carcelaria.

Si en los medios de comunicación masiva quienes enfrentan un micrófono o una cámara de televisión manejaran bien la lengua y se respetaran entre sí y a su audiencia, se produciría una verdadera revolución educativa en el país. Pero, para eso, los protagonistas de esos medios deberían tomar conciencia de la enorme responsabilidad que les cabe en la conformación de una ciudadanía mesurada, acostumbrada al respeto, capaz de valorar argumentos, diestra en el manejo de su lengua, lo que resulta esencial para comprender la complejidad del mundo. Si a estas audiencias, cuya masividad supera las de cualquier sistema educativo concebible, los medios –la “otra educación”– les suministran a diario una dosis no despreciable de grosería, violencia, banalidad, discriminación y desprecio por el otro, no debería sorprendernos observar en la realidad cotidiana la eficacia de esas lecciones impartidas desde medios tan poderosos y convincentes en su afán de educarnos como consumidores. Tal vez resulte posible lograr que esos medios cumplan sus funciones socialmente importantes, como las de informar y entretener, buscando vender sin vaciar al mismo tiempo de sentido y de respeto nuestra relación con nosotros mismos y con los demás.

El autor es educador y ensayista

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